1934: Conspiración, alzamiento y guerra (II)

Maniobras y protagonismos
Durante el verano de 1934, julio y agosto, se sucedieron las huelgas, asesinatos y otros actos de violencia a ritmo creciente, alcanzando su grado máximo en el mes de septiembre. El día 8 de este mes fue clausurada la Casa del Pueblo de Madrid porque en ella se encontraron depósitos de armas de consideración. José María Gil Robles tenía anunciada una concentración de sus seguidores en Covadonga para el día 9, siguiendo a la gran fiesta de la patrona asturiana, y las izquierdas dieron orden de impedirlo recurriendo a todos los procedimientos a su alcance: huelga general revolucionaria, tachuelas y barricadas en las carreteras, insultos y golpes a los que a ella se dirigían y amenazas a posteriori.
Ese mismo día 9 de septiembre de 1934, la Guardia Civil descubrió un importante alijo de armas transportadas a bordo del barco de nombre Turquesa, fondeado para tal menester en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, conducida en camiones a la Diputación Provincial controlada a la sazón por el PSOE.
El del buque Turquesa fue el alijo más importante de entre los hallados por el Gobierno, incluidos los numerosos depósitos de armas. En etapa anterior, el gobierno de Azaña había autorizado al industrial bilbaíno Horacio Echevarrieta, amigo de Indalecio Prieto, la compra de una partida de armas destinadas a la oposición portuguesa que preparaba un golpe contra Antonio de Oliveira Salazar. Estas armas permanecían depositadas en Santa Catalina de Cádiz y fueron compradas por Negrín, Prieto, González Peña y Amador Fernández pagando medio millón de pesetas y cargadas en el Turquesa, fletado por otras 70.000. La primera idea de los líderes socialistas fue ofrecer el barco con la carga a Companys, pero cobrando millón y medio de pesetas. Cuando los catalanes rechazaron la oferta, el buque fue enviado a Asturias ya que el dinero invertido en la compra de las armas pertenecía al Sindicato Minero.
La Policía descubrió el alijo cuando estaba siendo cargado en camiones de la Diputación Provincial, dominada por los socialistas, que tenía por consiguiente carácter oficial. Cuando las fuerzas de Orden Público interceptaron el alijo del Turquesa, huyendo este barco hacia el puerto de Burdeos, estaban allí Indalecio Prieto y Juan Negrín, que no fueron detenidos. Era inevitable que se entendiese que esta operación no era sino preparativo para un inmediato alzamiento socialista: un escándalo que alcanzaba al PSOE cuyos jefes, inquietos, comenzaron a pelear entre sí sacudiéndose responsabilidades. Esta significativa captura de armas también permitió la revelación de otros depósitos.
El líder de la CEDA, Gil Robles, reconocía que la colaboración con el gobierno radical no daba los resultados apetecidos y anunció que iba a adoptar una postura más exigente. El 11 de septiembre, uno de los miembros de la Generalidad de Cataluña, Ventura Gassol, proclamaba contra la ‘vil España\’ un odio ‘gigantesco, loco, grande, sublime\’, además de que ‘odiamos el nombre, el grito y la memoria, sus tradiciones y su sucia historia\’. Un terrible sedimento se abría camino.
El Gobierno de centroderecha (del Partido Radical apoyado por la CEDA) tomó, el 12 de septiembre, cercana la reanudación del periodo de sesiones en las Cortes, el acuerdo de autorizar a su Presidente, Ricardo Samper, que presentara la dimisión cuando lo creyera oportuno.
Mientras, la agitación en Cataluña, las Vascongadas y en el conjunto de España continuaba con fuerza intimidatoria. El 14 de septiembre socialistas y comunistas concentraban a una multitud de 80.000 simpatizantes para entre soflamas abonar la violencia sucesiva. Santiago Carrillo y Jerónimo Bugeda (socialistas) y Jesús Hernández (comunista) lanzaron consignas de revolución, aniquilación y guerra. Al final del acto miles de jóvenes uniformados evolucionaron en formación militar flanqueados por un delirio de ovaciones y puños en alto. El periódico El Socialista, órgano de comunicación del PSOE, valoraba así el acto y su despliegue: ‘Un alarde de fuerza, una reiteración de fe revolucionaria\’.
A finales de septiembre Azaña viaja a Barcelona pretextando asistir al entierro de Jaume Carner, que había sido ministro en su gobierno. Ya en esta ciudad se entera de los proyectos separatistas de la Generalidad; fuentes de toda índole para confirmarlo no le faltan. Posteriormente, tras el estrepitoso fracaso de su gestión, Azaña alega que trató de disuadir a Companys; pero no le denunció, ni hizo amago de ello, sino que al producirse el estallido rebelde opta por esconderse allí, en el foco insurgente, a verlas venir. Desde meses atrás, con una inconsistencia inexplicable, acorde con la enajenación o un incorregible sectarismo, los republicanos de Madrid venían a Barcelona a informarse y a seguir con entusiasmo las peripecias del movimiento que se preparaba, aunque fuera a favor del extremismo nacionalista; aunque tendiera a la destrucción de la convivencia. La de los citados republicanos, como Azaña, fue una actitud política que implicaba la tácita, y en lo decisivo expresa, aceptación de los postulados disidentes sin evaluar, por ignorancia o falsa confianza, las consecuencias de tal entreguismo.
En su libro Mi rebelión en Barcelona, Azaña dice haber mantenido una postura legalista, negociadora en lo posible, tratando de calmar a Companys, que entonces y apenas disimulado preparaba su propio golpe contra un Gobierno legítimo y democrático. Pero documentos de la dirección socialista prueban que Azaña mintió, pues había tratado de que el PSOE apoyara una insurrección con base en Barcelona. Este intento o golpe de Estado frustrado es el menos conocido de cuantos se produjeron el año 1934. Los líderes socialistas rechazaron la propuesta, ya que estaban organizando su propia sublevación, y no pensaban supeditarse a esos partidos que insistían propagandísticamente en tildar de ‘burgueses\’: estos partidos podían, si querían, apoyar en plan auxiliar al PSOE. Es decir, los socialistas estaban de acuerdo en el objetivo pero no en el liderazgo del mismo.
Y así aconteció. Azaña niega haber participado en la insurrección de 1934, comienzo real de una guerra civil, pero su menguado partido, Izquierda Republicana, propugnó entonces públicamente el empleo de \’todos los medios\’ para derribar el Gobierno salido de las urnas. Azaña, irredento megalómano, solía negar todo lo que evidenciaba su conducta, carácter, decisiones comprometedoras y posicionamiento sociopolítico; aunque, y de su propio puño y letra, a destiempo e inmerso en soledad, preso de abatimiento culpable, conflicto interno y asomo de disculpa, lo admitía.
La finalidad del alijo capturado a bordo del Turquesa no era otra que la de armar a los socialistas preparados para la insurrección violenta. No en vano, el 25 de septiembre El Socialista anunciaba: \»Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra\». Dos días después, remachaba el mismo periódico: \»El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado\». Antes de concluir el mes, el Comité central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria.
El 1 de octubre la CEDA retiró los votos con los que apoyaba y sostenía al Gobierno. Era necesario formar un nuevo gobierno. Las izquierdas reiteraron su advertencia: si aparecían ministros de la CEDA (la formación política que había ganado las elecciones) provocarían la revuelta armada. En la lista que Alejandro Lerroux (Partido Radical), nuevo Presidente del Gobierno, presentó a Niceto Alcalá Zamora, Presidente de la República, en la tarde del 3 de octubre, figuraban tres miembros de aquella agrupación de derechas: el regionalista navarro Rafael Aizpún, para la cartera de Justicia; el sevillano Manuel Giménez Fernández que se había declarado expresamente republicano y que defendía la puesta en marcha de la reforma agraria, para la de Agricultura; y el catalán y antiguo catalanista José Anguera de Sojo, en Trabajo.
De la propaganda a la acción armada
Las campañas de desestabilización izquierdistas-separatistas en verano de 1934, desembocaron en la gran insurrección armada de octubre. El proceso conspirador ideado, desarrollado y dirigido según dos concepciones sociopolíticas aliadas aunque divergentes en sus objetivos últimos, la del PSOE y la de ERC, culminaba en la plasmación bélica y usurpadora del poder.
En la insurrección de 1934, política y armada, intervinieron como detonantes el mayor partido de las izquierdas en el conjunto de España, el PSOE (Partido Socialista Obrero Español) y el mayor en Cataluña, la ERC, (Esquerra Republicana de Catalunya) más los comunistas, todavía incipientes y escasamente respaldados, añadiéndose facciones del anarquismo, siempre combativo contra todo lo que considerara enemigo, y con el apoyo político de las izquierdas republicanas. Cuando, en el transcurso de los dos primeros días, el 6 y el 7 de octubre, muchos creyeron en el triunfo de la insurrección, dichas izquierdas, y con especial dureza el partido de Azaña, IR, proclamaron su ruptura con las Instituciones y su disposición a imponerse por cualesquiera medios. Por tanto, la insurrección no fue obra de grupos marginales carentes de representatividad institucional y poder político. Esta cuestión es de suma importancia, ya que una actitud levantisca en los partidos principales de la oposición, o anticonstitucional en los que están en el poder, anula la democracia. Las formaciones políticas responsables de la insurrección armada -a la que aspiraban socialistas, comunistas y separatistas- causaron al régimen republicano una herida incurable.
Desde 1933 la insurrección socialista perseguía instaurar un régimen de tipo soviético denominada ‘dictadura del proletariado\’. La documentación al respecto es hoy completamente probatoria. En cuanto a los nacionalistas catalanes de izquierda, había divisiones: unos pretendían demoler la legalidad republicana para formar una especie de confederación y otros pensaban en la secesión completa; incluso muchos de los primeros veían la confederación como un paso previo, y amortiguador en ciertas conciencias foráneas, a la secesión; a menos que ellos, en nombre de Cataluña, jugaran el papel dominante, política y financieramente, en el conjunto de España.
El levantamiento en aquel octubre fue concebido exacta y precisamente como una guerra civil, según consta inequívocamente en las instrucciones secretas para la insurrección. No como una huelga de gran alcance o un golpe de Estado. El contenido abiertamente de confrontación bélica civil en la propaganda de aquellos días tiene a menudo rasgos espeluznantes, como la pública disposición de las juventudes socialistas a realizar con entusiasmo las numerosas ejecuciones previstas, o las exhortaciones al odio como una virtud revolucionaria.
Equivale el despliegue revolucionario de octubre en Asturias a la primera batalla formal de la guerra civil, aun considerando objetivamente que el foco revolucionario asturiano era parte de una insurrección de esencia revolucionaria desigualmente secundada en otros lugares de España. La contienda bélica -pues eso fue, una guerra, la denominada \»de los quince días\»- en Asturias fue la más sangrienta, y larga de los sucesos de octubre; pero no se concebía como la decisiva para alcanzar los fines de los impulsores. El diseño de octubre de 1934 trazaba los parámetros de un movimiento conducente a la guerra civil, y no sólo resultó el más sangriento de cuantos la izquierda revolucionaria emprendió en Europa desde el año 1917, sino también el mejor organizado y armado.
Los revolucionarios pretendían aniquilar la República -que denunciaban burguesa, acomodaticia y laxa con los que ellos consideraban antirrepublicanos y que alternaban en el poder, democráticamente, con esa izquierda \»señorial y aséptica\» representada en la figura y política de Manuel Azaña-, e implantar la dictadura del proletariado, tendente a la sovietización de la sociedad. El PSOE eligió el camino de la guerra civil porque creyó llegadas las condiciones históricas para derrocar a la burguesía y desplegar la revolución socialista, el socialismo real caracterizado por la imposición y el sometimiento, su objetivo programático. La ERC, por su parte, presididos sus planteamientos por la ambigüedad -no propugnaban ni la guerra ni la revolución-, a diferencia de sus calculadas acciones, no obstante sentó las bases en Cataluña para que se produjeran ambas: la guerra civil y la revolución; la consigna de un \»Estado catalán dentro de la República Federal española\» subvertía violentamente la legalidad de la II República. Y era el paso previo -el que encubre- al anhelo secesionista.
Los hilos movidos en la sombra
La composición del nuevo Gobierno Lerroux, con tres ministros de la CEDA, se hizo pública al anochecer del día 4 de octubre. Las comisiones ejecutivas del PSOE y de la UGT se hallaban reunidas, a la espera de noticias, en la redacción del diario El Socialista, sita en la calle Carranza, 20, de Madrid. En cuanto conocieron los nombres del nuevo Gobierno dieron la orden de iniciar inmediatamente la huelga general revolucionaria que tenían preparada en toda España. En caso de fracasar la huelga y por extensión el movimiento revolucionario acordaron no asumir responsabilidades, achacando la revuelta a una ‘reacción espontánea del pueblo\’.
Aquella misma noche se registraron las primeras escaramuzas armadas en Madrid, y durante la madrugada en Asturias, resonando el llamamiento insurreccional mediante fortísimas descargas de dinamita que pusieron en pie de guerra al que muy pronto se llamaría ‘Ejército Rojo\’, el cual en la madrugada tomó por asalto veintitrés casas-cuartel de la Guardia Civil ubicadas en las cuencas mineras, con asesinato de muchos guardias. Seguidamente la hoguera se propagó a numerosos puntos del territorio nacional donde los socialistas habían hecho acopio de armas. De todos modos el seguimiento fue muy desigual, con amplias zonas donde la consigna caló poco o el Ejército tomó posiciones preventivas rápidamente. Por ejemplo, se advirtió escaso o ningún movimiento en Galicia -aunque fue declarada la huelga general en las cuatro capitales gallegas-; Andalucía, salvo en algunas localidades mineras de Huelva y Córdoba que inmediatamente atajó el Ejército; Extremadura, la región valenciana, Murcia y las dos mesetas, excepto algún brote muy localizado pero muy violento. En general, allí donde predominaba la CNT la gente se mantuvo quieta, viéndolas venir. Aragón también permaneció bastante pacífico, salvo Zaragoza, donde radicaba el comité nacional de la CNT. Se declaró la huelga, pero sin pasar a mayores.
En Madrid, los focos subversivos fueron dominados rápidamente por las Fuerzas de Seguridad y el Ejército, aunque las escaramuzas y pacos (disparos de francotiradores) desde azoteas, portales u otros parapetos, se prolongaron hasta el día 9. En cambio, en la cornisa cantábrica los brotes revolucionarios alcanzaron niveles de máximo dramatismo. Así ocurrió en Guipúzcoa, con dos puntos destacados: Eibar y Mondragón. En la primera, los socialistas se hicieron dueños de la población, asaltaron las fábricas de armas y mataron en plena calle al presidente del Círculo Tradicionalista, Carlos Larrañaga. Los duros enfrentamientos con las fuerzas del orden ocasionaron un guardia de asalto y nueve insurrectos muertos, aparte de numerosos heridos. En Mondragón los huelguistas asesinaron al exdiputado tradicionalista y gerente de la Unión Cerrajera, Marcelino Oreja Elósegui; también asesinaron al consejero de la misma empresa, Dagoberto Resusta. Asimismo Bilbao, y en especial su zona industrial y minera, sufrieron los efectos revolucionarios, pero las fuerzas del Gobierno lograron imponerse pronto y sofocar la situación. Sólo en la parte minera los sediciosos ofrecieron mayor resistencia, pero el día 12 quedaba toda Vizcaya bajo control. En las localidades industriales santanderinas de Torrelavega y Reinosa hubo víctimas, sin embargo la revuelta fue rápidamente sofocada. De igual modo se registraron enfrentamientos violentos en los cotos mineros de Guardo y Barruelo, provincia de Palencia; en esta última localidad fue asesinado el hermano Bernardo, director de las Escuelas Cristianas, y el teniente coronel de la Guardia Civil, Ángel Sáez de Esquerra, cuando intentaba parlamentar con los revoltosos, aparte de incendiar la iglesia parroquial y el ayuntamiento. Otro punto caliento se localizó en las minas de Sabero (León), donde se organizó un simulacro de \»Ejército Rojo\» bajo el mando del maestro de escuela Santiago Riesgo, alias Pelines; ardió la iglesia y el ayuntamiento y cayó asesinado el industrial Ricardo Tascón, con un cartucho de dinamita que le ataron a la cintura.
De forma simultánea a la orden del PSOE para desencadenar la revolución, el partido de Azaña, Izquierda Republicana, daba a la prensa –se publicó el 5 de octubre– una nota subversiva, que imitaron los demás partidos republicanos no gubernamentales en estos términos: \»Izquierda Republicana declara que el hecho monstruoso de entregar el gobierno de la República a sus enemigos es una traición, rompe toda solidaridad con las actuales instituciones del régimen y afirma su decisión de acudir a todos los medios de defensa de la República\».
Tras el despliegue de agresividad característico de la propaganda izquierdista el 5 de octubre, al día siguiente, 6, tenía lugar la insurrección propiamente dicha. Su carácter violento quedaba de manifiesto desde el comienzo, con asesinatos y proclamas subversivas. En Barcelona, el dirigente de ERC, Lluís Companys, anunció desde el balcón principal del palacio presidencial de la Generalidad el nacimiento de \»el Estado Catalán dentro de la República Federal Española\». Pero los dirigentes de izquierdas no recibieron el apoyo que esperaban de la calle ni de la Guardia Civil o la Guardia de Asalto que no se sumaron al levantamiento. El estallido revolucionario se diluyó prontamente en la mayoría de España; y salvo en Asturias -la cuenca minera y el asedio a la capital Oviedo- en pocas horas quedaron sofocados y reducidos los movimientos insurgentes. Ni el Ejército, con el que el PSOE había mantenido contactos a través de sus infiltrados, ni las masas populares se sumaron al golpe de Estado concebido por el PSOE y la ERC, y por otros avalado desde un segundo plano a la expectativa y a resguardo; aunque para algunos no fuera suficiente el disimulo y la ocultación.
El 6 de octubre, mientras se extendía el incendio revolucionario socialista en Asturias, Lluís Companys, presidente de la Generalidad de Cataluña, conocido miembro de la Masonería, proclamaba desde el balcón de la plaza de San Jaime y ante reducido público su diseñado ‘Estado catalán\’ y diatribas contra el gobierno legítimo de la República al que señaló como \»las fuerzas monarquizantes y fascistas\». Las fuerzas de Orden Público en Cataluña dependían de la Generalidad, pero excepto los Mozos de Escuadra no obedecieron a Companys sino al general Domingo Batet, jefe de la Cuarta División Orgánica, que declaró el estado de guerra y envió algunas unidades del Ejército para disuadir a los rebeldes. Tras una selectiva andanada artillera apuntando la fachada de la Generalidad, Companys se rindió a primera hora de la mañana siguiente, tras una frenética noche de mensajes radiados que sembraron ora la angustia ora el estupor en Cataluña.
El Ejército buscó por toda Barcelona a Manuel Azaña que por fin fue hallado en su escondrijo y posteriormente encarcelado.
La respuesta del Gobierno
En la tarde del 5 de octubre de 1934 y hasta bien avanzada la noche, comenzaron a acumularse en la mesa del ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, telegramas alarmantes. Había comenzado la huelga general en Asturias y un ejército de mineros, aproximadamente 30.000, emprendía la marcha sobre Oviedo después de apoderarse de Mieres y de toda la cuenca del Nalón. El socialista Ramón González Peña había asumido el mando de esta tropa revolucionaria. La capital asturiana no estaba en condiciones de resistir un asalto; a su vez, en Gijón, segunda ciudad de la región y principal puerto, algunos barrios se hallaban erizados de barricadas que preparaban reductos para la resistencia. A las ocho de la tarde, ante una multitud de fervorosos, Companys izó en el balcón de la Generalidad la bandera de su neonata República catalana. Pero en Madrid, salvo algunos disparos que, desde la guerra de África, se llamaban ‘pacos\’ (o de paqueo) por el doble eco que dejaban oír, la revolución fracasó ya desde el primer instante.
Desde algunas semanas antes Diego Hidalgo tenía previstas sus decisiones: encargó al general Domingo Batet que, en Cataluña, diese cumplimiento al bando de guerra que Lerroux anunciaba por radio a toda España y dispuso como medida de eficacia militar que se llamase a Francisco Franco, que por aquellos días visitaba Madrid. Hasta la tarde del día 6 no llegó el general Franco al Ministerio, vestido de paisano. A esas horas vespertinas, en Asturias, González Peña ya era dueño de la fábrica de armas de Trubia y disponía de 29 cañones para apoyar a sus mineros. Al obtener Lerroux la firma del decreto de la Presidencia estableciendo el estado de guerra, había proporcionado a su ministro la oportunidad de retener a Franco junto a sí, sin que ocupara ningún cargo oficial, pero con la orden precisa de que le fuera dictando las disposiciones necesarias para acabar con aquella situación.
A la vista de los informes y datos que le suministraron, Franco únicamente comentó: \»Esto es grave; en Oviedo no hay fuerzas para hacer frente a la insurrección\». De hecho, sumando los soldados del Regimiento de Milán y del Batallón de Zapadores de Gijón a las fuerzas de la Guardia Civil, el Gobierno se aproximaba a los dos millares y medio de fusiles en la región asturiana. Llegaban desde otros lugares tales como las Vascongadas, Aragón, Extremadura, León y Palencia, noticias de pequeños brotes revolucionarios de escasa importancia.
La presencia de Franco y las buenas noticias que llegaban de Barcelona, donde Batet había bloqueado la insurrección, infundió tranquilidad al Gobierno. El propio Diego Hidalgo explicó posteriormente en sus Memorias que Franco no ostentó, en esos momentos, mando alguno ni sobre las tropas convergentes sobre Asturias, al mando del general López Ochoa, ni en la Jefatura del Estado Mayor, que seguía ostentando el general Carlos Masquelet -seguidor de Azaña, recomendado por éste a Lerroux a modo de un \»regalo de amigo\». Instalado en el Gabinete telegráfico, centro neurálgico de comunicaciones, Franco reunía todos los informes para su detenido estudio fijando las noticias en un plano de situación y elaborando las decisiones ejecutivas que pasaba al ministro que las hacía suyas.
En esta tarea ayudaron a Franco otros jefes militares: el capitán de Navío Francisco Moreno Fernández, el capitán de Corbeta Pablo Ruiz Marset y los tenientes coroneles Jesús Sánchez Posada y Francisco Franco-Salgado. Un colaborador habitual de Franco, Camilo Alonso Vega, estaba en Oviedo defendiendo el cuartel de Santa Clara contra los revolucionarios. Hidalgo no quedó defraudado por la rapidez y eficacia de las decisiones. Franco llamó a Batet y, sin tener en consideración la diferencia de grado entre ambos, le reprochó la lentitud en la batalla de Barcelona; la respuesta de Batet, tranquilizadora, fue que esperaba a la noche porque las circunstancias iban a ser más favorables. De hecho, a las seis de la mañana del día 7 telefoneó al ministro para comunicar la rendición de Companys.
El ministro Diego Hidalgo, a la vez, y aconsejado, sustituyó en el propio Ministerio a aquellos oficiales que consideraba demasiado fieles a Azaña, llamando a otros de la escala de complemento, y destituyó a los que se mostraban renuentes o vacilaban inconvenientemente a la hora de cumplir las órdenes; sin hacer excepción con sus amigos y parientes. Fue decisión de Francisco Franco el plan de realizar un movimiento convergente sobre el núcleo revolucionario asturiano desde sus tres fronteras, la creación de la columna Solchaga, el empleo de la Flota para el rápido traslado de tropas desde África y hasta la designación de Juan Yagüe para mandarlas.
Habla Franco con sus colaboradores y el ministro de la sucesión de hechos las semanas anteriores, hasta desembocar en ese presente de guerra declarada, y escribe: \»Las armas las había alijado el vapor Turquesa con anticipación y había encontrado todas las facilidades en los gobiernos republicanos que, pretendiendo eran para la revolución en Portugal, se había dado orden a los cónsules en el extranjero para su despacho. La concatenación del intento revolucionario en Asturias, Cataluña y Madrid pretendía les asegurase el triunfo. Fracasado en Madrid, por las previsiones del Gobierno, estrangulado en Barcelona por la rapidez y decisión con que obraron varios Jefes del Ejército al tomar por asalto la Generalidad de Cataluña en que se encontraba el mando de la rebelión en Barcelona, ésta quedó reducida al reducto montañoso de Asturias, donde la revolución había sido concienzudamente preparada por agentes de Moscú\».
Asturias, pues, fue la excepción a la regla de rápida sofocación de los núcleos insurrectos; los alzados lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un proceso revolucionario que marcaría la pauta para lo que sería la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente extraordinaria. Los alzados sumaban un ejército de unos treinta mil mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez, aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT, obediencia anarquista y al incipiente partido comunista, de obediencia soviética. Dos de sus objetivos inmediatos eran los de dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato ferroviario de la UGT, al resto de España, y apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados se oponían mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo. La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los males sufridos en Rusia y Finlandia. Mientras se procedía a detener e incluso asesinar a personas tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desataba una oleada de violencia rabiosa contra el catolicismo que provocó desde la quema y profanación de lugares de culto -incluyendo el intento de volar la Cámara Santa- al fusilamiento de religiosos. Los episodios resultaron numerosos y recordaban las atrocidades de los bolcheviques contra los cristianos rusos o las del ejército mexicano contra los católicos.
La sublevación adquirió caracteres de guerra civil en Asturias, con todas las cuencas mineras alzadas en armas. Se formó un comité de Alianza Obrera, convertido luego en Comité Revolucionario Provincial, instalado en el ayuntamiento de Mieres, para dirigir la revolución. Integraban el comité representantes de todas las fuerzas obreras: socialistas, comunistas, anarquistas -que aquí sí se incorporaron a la revuelta, a diferencia de otros lugares de España- y el minúsculo BOC (Bloque Obrero y Campesino), todos ellos bajo el mando supremo del diputado socialista Ramón González Peña, al que los suyos pronto llamaron ‘Generalísimo\’. El grito de guerra fue UHP (Unión de Hermanos Proletarios), que se haría famoso desde entonces como sinónimo de revolución. Se publicó un bando en todas las comarcas dominadas por los facciosos ‘llamando a filas\’, a todo el proletariado, para formar el Ejército ‘rojo\’. Apremiaba a incorporarse a todos los trabajadores \»que estén dispuestos a defender con su sangre los intereses de nuestra clase proletaria (…) contra nuestros explotadores, el clero, los militares podridos (…)\». Curiosamente, los mineros sublevados tenían trabajo estable asegurado y eran los asalariados mejor pagados de España, merced a las subvenciones estatales a unas minas deficitarias. El autodenominado Ejército Rojo se hizo dueño de las cuencas mineras y en el acto dieron iniciaron los asesinatos y toda clase de tropelías.
Cuando llegaban a Mieres camiones con paisanos y sacerdotes detenidos gritaban: \»¡Llevamos fascistas, llevamos curas!\». El mismo día 5 se dirigieron a Oviedo, y mantuvieron la capital asediada durante una semana. Bombardearon, dinamitaron o incendiaron edificios tan emblemáticos como la Universidad, donde ardieron los cien mil volúmenes de su biblioteca, o la Cámara Santa de la catedral, aparte de un elevado número de fincas urbanas particulares. La calle Uría, una de las principales, quedó reducida a escombros en gran parte. Prendieron fuego al palacio episcopal, al seminario diocesano, al convento de Santo Domingo, a la delegación de Hacienda, al Banco Asturiano, al hotel Covadonga, a los almacenes Simeón y al colegio de niñas huérfanas recoletas de Santa Catalina. González Peña ordenó forzar las cámaras acorazadas del Banco de España, de las que los dirigentes revolucionarios sustrajeron 14.425.000 pesetas, que no volvieron a recuperarse. Intentaron también volar la caja fuerte del Banco Herrero sin conseguirlo antes de huir de Oviedo. Un personaje especialmente sanguinario de aquellas jornadas fue un dependiente de comercio, muy conocido en la ciudad, de apariencia bonachona y apacible, llamado Jesús Argüelles Fernández, alias Pichilatu; posteriormente sería uno de los dos condenados a muerte cuyas sentencias se ejecutaron, junto al sargento Diego Vázquez, desertor.
El mismo día 6 de octubre habían quedado sofocados enérgicamente los brotes revolucionarios en el resto de España, especialmente virulentos en Madrid y en Vascongadas, aunque de proporciones reducidas. La atención gubernamental, pues, se centraba en Barcelona y Asturias. La primera medida del general Franco, que conocía perfectamente el teatro de operaciones asturiano, fue enviar a Barcelona un destacamento y a Asturias, a bordo de la Escuadra, una columna de choque formada por fuerzas de la Legión y los Regulares. En Barcelona los legionarios desembarcaron cuando ya la rebelión había sido sofocada por el general Batet, quien había asegurado el orden constitucional en toda Cataluña.